viernes, 2 de febrero de 2007

Los olores imposibles del celuloide

Por Armando Benedetti Jímeno
http://www.elheraldo.com.co/anteriores/06-12-14/editorial/noti7.htm

Apenas unas pocas líneas, no sobre Pinochet ni sobre su muerte, sino sobre los sentimientos encontrados que me produce Chile. Nunca he querido conocerlo. El que todavía sea posible, luego de que lo viviera y lo pagara con el cuero, y luego de que con morosidad, cautela y miedo la justicia chilena, y la internacional, desnudaran al genocida, el terrorista, el torturador y el ladrón, el que sea posible, digo que todavía medio país, o menos, pero de todas maneras un pedazo significativo de Chile, ignore, o pretenda ignorar que la bestia era la bestia, me indigna y me confunde. Tendrían que saber que la verdadera recuperación de Chile comenzó con la caída de la oprobiosa dictadura. Pero aún si así no fuese es por lo menos indecente y entupido acompañar como ‘libertador’ al asesino. El sepelio militar del gran Burundu-Burundá ofende no sólo a las fuerzas armadas de Chile, sino a Chile, y al resto del continente, y al género humano. Y, finalmente, ¿por qué el señor Kissinger, terrorista internacional, no asistió al sepelio de su ahijado, cómplice y protegido?

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‘El amor en los tiempos del cólera’ es una obra puramente olfativa. Los efluvios, los vapores, las emanaciones, las atrevidas “irradiaciones olfatorias”, en fin la migración aérea de pequeñas partículas de unos cuerpos a otros constituyen parte esencial del texto literario. De modo que los productores de la película que con el mismo nombre se filma actualmente en Cartagena, tendrán serias dificultades para atrapar con imágenes y sonidos lo que sólo podría lograrse con olores

No es un azar que lo novela comience con uno: el de las almendras amargas flotando sobre el cuerpo sin vida de Jeremiah de Saint Amour. No era necesario reventarle los pulmones al suicida para que en términos legistas se estableciera la verdad de lo ocurrido: el cianuro produce un inconfundible olor de almendras amargas.

A partir de allí el olor de las almendras, y las almendras mismas, jugarán un papel esencial en el desarrollo de la obra. Cada uno de los 626 episodios de amor que contiene (622 de Florentino, 3 del doctor Urbino y el muy peregrino polvo de Hildebranda) cobran vida a punta de olores.

Es por eso que los ojos de Fermina son como ‘almendras diáfanas’, no se sabe si por el color amarillento que envuelve la pulpa blanca del fruto, o por el encuadramiento elíptico. Las almendras están, además, en la vieja casa restaurada de Fermina Daza o en el portal de las primeras ilusiones de Florentino. Fermina, sin embargo, no olió a almendras sino a gardenias blancas, tal vez un olor muy apropiado para SU imagen de perro apaleado.

De allí en adelante todo huele. Los orines del doctor Urbino tenían, según Gabito, una extraña fragancia de jardín secreto, tal vez originado por consumo de espárragos tibios; mientras el doctor Urbino propiamente dicho oscilaba entre miasmas de agua de colonia de contrabando y los del alcanfor. Y a los jardines del orín, por supuesto. Su ataúd, finalmente, olía a sapolín de barco.

La catedral estaba poseída por los vapores espesos que se filtraban de las criptas mal selladas. Los cuervos olían muy convenientemente a ‘pájara’ y el mar tenía un extraño olor a flores cuando el amor estaba a punto de llegar y expedía olores nauseabundos cuando concurrían los infaltables calendarios de la tristeza.

La correspondencia epistolar estaba siempre perfumada, mientras que el mercado parecía una auténtica babel de olores, una mezcla inquietante de hedores de la bahía: bagres salados, clavos de olor, jengibre, enebro, agua de benjuí.

Los recuerdos rara vez están asociados a melodías o lugares físicos. El de Fermina, por ejemplo y según ya se dijo, era de gardenias, pero por razones incomprensibles quedó contaminada para siempre con la tarufada de los muertos del cólera, río abajo. Ella asoció a París con los olores montunos de las castañas al fuego, mientras a Urbino, al regresar de Europa, lo perturban los olores excesivos del trópico.

Cuando la violación de Florentino él y su victimaria cayeron en un abismo sin fondo oloroso a marisma de camarones. Fermina, que le huele a gardenias a Florentino, apenas es percibida olfativamente por Urbino como ‘animal de monte’. Cuando Olimpia Zuleta, en cambio, último regusto olfatorio de don Florentino, percibirá un nítido olor de trementina, la misma trementina que le empujaban en supositorios a los loros reticentes al parlamento.

Y aquel olor recurrente que invadió su vida para siempre fue en cierta manera el último. Todos los restantes fueron inodoros. Porque ni con la viuda de Nazaret, ni con Ausencia Santander, ni Sara Noriega, ni Leonor Casino, ni las viudas Arellano, Pitre, Zúñiga Alfaro y Varón, ni con el amor en capullo de América Vicuña, volvió a percibir los efluvios de sus cuerpos.

Y fue precisamente ese olfato privilegiado de Fermina el que le permitió descubrir la última infidelidad del doctor Urbino. El olor a ‘buena salud’ que no expedía sino ‘irradiaba’ el cuerpo interminable de la señorita Lynch, le permitió rastrear la traición. Aún así no pudo evitar la consabida infamia racista: “Olía a negra”, dijo.

Extrañamente el libro muere sin olores. Cuando Florentino decide para siempre quedarse en el barco de bandera amarilla tratando de rescatar las migajas muertas de su amor tardío, ya no olía nada. Tal vez la muerte también sea inodora. En cualquier caso director y libretista tienen un reto formidable: Como llevar hasta el celuloide, y de allí hasta nuestros malogrados olfatos, los detalles siempre olorosos de un texto literario. Ya oleremos. No, mejor veremos.

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Pero no será el único problema de olores para directores y productores de cine. Ya fue estrenado en Alemania un proyecto todavía más ambicioso: llevar a la pantalla ‘El Perfume’, la exitosa novela de Patrick Süskind.

Todo indica que la difícil empresa fue posible, porque más de 3 millones de personas han visto el film en Alemania. El productor Eichinger (‘El nombre de la Rosa’) y el director Tom Tykwer (‘Corre, Lola corre’) cumplieron el sueño durante 20 años frustrado de directores como Kubrick y Spielberg.

‘El Perfume’ es la historia de un granuja, del siglo XVIII francés dotado de un extraordinario y peculiar sentido del olfato. Además de asesino de mujeres indefensas, Grenoville, que es como se llama el granuja se dedica, en medio de los hedores de la época, a la fabricación del perfume definitivo, aquel que lo mutará en un ser amado y respetado por todos.

En una noche de aquel París en que las calles apestaban a estiércol, los patios a orina, los huecos de las escaleras a mierda de rata, las cocinas a col podrido, los dormitorios a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al olor dulzón de los orinales; las chimeneas a azufre, las personas a sudor y ropa sucia, los alientos a cebolla y los cuerpos a queso rancio, una multitud de jóvenes forajidos, ladrones, desertores, prostitutas y asesinos, despedazan, mutilan y comen del cuerpo de Genoville.

Así termina, repleto de olores y hedores esta extraña novela publicada un año antes de la muy olorosa ‘El amor en los tiempos del cólera’. Habrá que ver ambas películas para conocer la forma en que el lenguaje fílmico se las arregla para enfrentar una pantalla inodora. Como las palabras son en el cine tributarias de la imagen, no será con ellas que describirán olores y hedores al espectador. Porque no sería cine sino teatro. Ya oleremos, ya veremos.

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